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Acerca de la cuestión antisemita

por Bodo Schulze

Publicado en : M. Postone, J. Wajnsztejn, B. Schulze, La crisis del Estado-Nación. Antisemitismo-Racismo-Xenofobia, Barcelona, Alikornio ediciones, 2001. ISBN: 84-931625-5-8

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L'antisemitismo es como una paja en el ojo del ciudadano. El hecho de que «el demagogo nacional» pueda, él solo, conseguir hasta un 60% de los votos es algo inconcebible. El ciudadano normal que está al corriente de los temas públicos, sabe que los judíos no representan «un problema para la sociedad», los que realmente lo plantean son aquellos a quienes se llama inmigrantes. Es normal que el «demagogo» la tome con ellos ya que aquí - como estará de acuerdo cualquier ciudadano responsable- es donde está el «problema»; en este espacio es donde se plantean los verdaderos problemas, es donde se puede debatir el «límite de la tolerancia»; aquí se sitúa la división del género humano como si fuera un rebaño de ganado entre ciudadanos y extranjeros, es lo más normal, como también es normal que se preocupen antes de los franceses, que se expulse a los clandestinos y que se cierren las fronteras a los extracomunitarios. Se trata sencillamente de pagar el justo precio del universalismo de los derechos del hombre.

Respecto a los judíos, el ciudadano normal está convencido de que no representan ningún problema; por una vez está en lo cierto. En efecto, la cuestión judía se resolvió de una vez por todas en la Revolución, llamada francesa, que concedió la ciudadanía a los judíos al transformar la religión de causa pública en causa privada; a raíz de esto se podía ser judío como se era católico o coleccionista de sellos, pero la tendencia histórica de la sociedad capitalista respecto al antisemitismo llevó las cosas por otros derroteros.

Hay que aceptar que, si existe un problema antisemita, éste no tiene nada que ver con la «cuestión judía» que ya no existe. Mezclar los dos problemas, o hacer que el uno dependa del otro significa entrar en el terreno del antisemitismo que pretende hacernos creer que todavía hay que dar una última respuesta a la cuestión judía. El antisemitismo tiene una lógica que le es propia1 que se desarrolla aunque no haya judíos, como en Japón.

Frente a este hecho social sorprendente el ciudadano pasa el tiempo deplorando la «tragedia judía»: como si los judíos fueran los actores y no los objetos de la escena. Proyecta su propia tragedia sobre el «pueblo judío», tragedia que sólo tiene de trágico el nombre, ya que conlleva su condición social de ciudadano que aúna sus valores universales a la sociedad capitalista que conlleva un antisemitismo activo. El ciudadano utiliza Auschwitz para neutralizar los estados anímicos que le produce esta contradicción. Lo restante son sólo palabras, «sentimientos de un inmenso dolor» de cuatro perras. Sentimientos que se manifiestan igual de fácil que las palabras que se forman en la boca. ¿De dónde surge el interés inmediato por la memoria judía?¿De dónde viene este «voyerismo» que se deleita en las imágenes de la miseria extrema?¿De dónde surge este prurito de «testimonios desde el interior» cuando en realidad se trata de racionalizar la cuestión antisemita y de sacar conclusiones? El ciudadano se halla a la búsqueda de una impresión viva que «provoque el espíritu» en vez de poner a su espíritu en la búsqueda de la comprensión del antisemitismo; prefiere verse afectado en vez de entender lo que ha sucedido o se avecina. A falta de esto el antisemitismo afecta la misma idea que el ciudadano se hace de sí mismo.

Cuando habla de él, su pensamiento se convierte en mágico. Si le prestáramos atención se trataría de ciertos «viejos demonios» que, convocados por un seductor diabólico, se disponen a dominar a un número cada vez mayor de franceses. Parece ser que una vez levantado el «tabú», una vez destilado el veneno, la salud de la nación republicana depende completamente de la regeneración moral de los ciudadanos, una vez conjurada la enfermedad que ronda al cuerpo social.

Esta manera común de razonar, que oscurece en vez de esclarecer, tiene la ventaja de exponer a la luz pública la disposición del ciudadano a abrazar el antisemitismo. Si no existieran estos prontos, estas «irracionales resistencias frente a los judíos rumanos»2 por ejemplo, ¿por qué se recurre al tabú para excluir al antisemitismo del uso común? Existe claramente en este mundo que se llama suavemente de economía de mercado, Estado de derecho y democracia, una fuerte carga de antisemitismo que afecta hasta los más íntimos movimientos del alma de los ciudadanos de tal manera que deben imponerse una disciplina casi religiosa para estar al día.

En la actualidad, sin embargo, la disciplina se ha debilitado debido a los reiterados golpes del demagogo. Mientras que, hace unos años, los antirracistas estigmatizaron de manera unánime el «rechazo del otro», este sentimiento «inhumano» por excelencia, hoy3 quieren anular cualquier esperanza de un mundo sin racismo ni antisemitismo» porque «el rechazo del otro es innato en cada uno de nosotros». El ciudadano expresa su «mea culpa» para reconciliarse con su culpa. Si cree que este sentimiento es general, si reconoce implícitamente la disposición universal de su mundo al antisemitismo, no lo hace para cuestionarlo, sino para justificarse, dado que todo el mundo es, de manera generalizada antisemita, yo personalmente puedo definirme como tal aunque una desgarradora lucha contra la abyección perdura en el corazón del hombre. En estas circunstancias es una verdadera heroicidad decidir ser, «en lo posible antirracista y anti-antisemita»4 ¡y proclamarlo!

El ciudadano y el antisemita se ponen de acuerdo para afirmar que el antisemitismo es un asunto del corazón humano, aunque el antisemita prefiera llamarlo amor a la patria y el ciudadano odio al otro. A este acuerdo de principio se debe la escasa resistencia que el ciudadano opone al antisemitismo: palabras a los impulsos del corazón. Ya que, aunque sea absurdo suponer la existencia de «pulsiones antisemitas»5, lo que sí es cierto es que lo que muestra el corazón revela la existencia de una lógica social antisemita más fuerte que la suave fuerza del discurso...antisemita. Una lógica tan aplastante que hace que algunos pasen de golpe de ser «amigo de toda la vida» de la comunidad judía a hombre de Estado que sospecha que los judíos se hallan en el origen de todos los escándalos recientes aunque esto sólo sirva para mantenerse a la cabeza de la administración de una ciudad. No es que el señor de Niza, rehaciendo sus cálculos, esté convencido de que los judíos son los que originan los problemas: simplemente, ha descubierto que el antisemitismo puede serle útil.

Que por otro lado el ciudadano oponga sólo a esta lógica social simples palabras o realice manifestaciones para proclamarlas, es solamente la expresión de una solidaridad social que le une al antisemita. Quien ha sembrado el antisemitismo en el corazón del hombre no tiene ningún argumento para destruir el orden social cuya conservación ya ha exigido más de una vez, que el antisemitismo pase a la acción.

De manera más concreta, la retórica del «odio al otro» hace que la cuestión antisemita sea completamente ininteligible. Falsa abstracción, este tipo de formulación recubre hechos sociales como pueden ser la lucha por la supervivencia económica dentro del cuadro de la competencia general. La voluntad de abolir esta ley universal del mercado imponiendo la «preferencia nacional» y una lógica asesina.

Esta abstracción esconde lo esencial, o sea la manera cómo el individuo atomizado, siguiendo los caprichos del mercado, sin otra preocupación que la de estar atento al equilibrio monetario y afectivo de su vida personal, se convierte en hombre nacional que es llevado, por profilaxis, a enfrentarse al poder fuerte que reclama con sus deseos, sospechando que la «internacional judía» actúa en las grietas donde, como individuo atomizado, había aprendido a apreciar la suerte y la desdicha de una vida agitada.

La figura del «odio al otro» se sitúa en el lugar en el que debería cuestionarse esta sorprendente transmutación por una expresión demasiado conocida que aburre por su sencillez y permite que el ciudadano aumente su autoestima- ya que no actúa movido por el odio sino apoyado por las leyes. Negar a los «clandestinos» y a los «falsos demandantes de asilo» una vida aunque sea un poco mejor que la que llevan en un país del tercer mundo no le plantea ningún problema si esta exclusión la avala la legislación de un Estado de derecho. La frialdad misma de este razonamiento social se le presenta incluso como humana. Para él es perfectamente racional la distinción administrativa entre ciudadano y extranjero.

Pero si esta distinción no se halla en el origen del antisemitismo moderno, también es cierto que no actúa por odio. Esta es la característica clave que lo distingue del antijudaísmo precapitalista. Este sólo aparecía allí donde había judíos, actuaba con pogromos, limitados en el espacio y el tiempo llevado por el odio que caracteriza este tipo de acciones. Por el contrario, el antisemitismo moderno quiere ser razonable (Hitler, 1921), es totalizante en la medida que pretende, a priori, la destrucción de todos los judíos y no se halla sujeto a los estados emocionales de un populacho que lo mismo se desata que se tranquiliza. Aún más, el odio antijudío le perjudica como lo demuestran los efectos de «la noche de los cristales rotos»6 El demagogo no incita al hombre nacional a manifestar su odio sino a ser duro consigo mismo y con el enemigo de la Europa eterna, insensible ante cualquier emoción, pero obediente a la ley natural que le impone la moral nacional.

Auschwitz, espacio «edificante» por excelencia para el ciudadano enseña que el antisemitismo moderno, al igual que toda la política de inmigración, actúa en el ámbito de la ley, de la administración y de la policía. El Estado moderno, si es necesario, se convierte en antisemita ya que la transmisión del poder al jefe del pueblo alemán, lo mismo que al salvador de Francia se hizo sin transgredir ninguna regla constitucional de un Estado de derecho.

Puede suceder que el demagogo odie a los judíos, pero lo que es impensable es que un sentimiento personal determine al Estado. El Estado no tiene afectos. Se convierte en antisemita cuando la conservación del orden capitalista de las cosas exige dar un paso adelante hacia el vacío. Es en este momento cuando se afirma «la identidad nacional» sobre la que discuten apasionadamente tanto la derecha como la izquierda. A todos ellos se les escapa necesariamente el hecho de que el antisemitismo está en el centro directivo de esta «identidad» ya que sólo se ve al demagogo bajo las desfiguradas formas de hombre político y de diablo. Con el hombre político que es discuten sobre los valores nacionales pero el diablo antisemita es intratable. De esta percepción esquizofrénica procede la buena conciencia de antisemita que el ciudadano se cuelga cada vez que el antisemitismo se manifiesta públicamente. De la nación republicana a la nación antisemita el paso se da de manera progresiva ya que se produce en el mismo terreno: la sociedad capitalista y su Estado.

Una misma lógica preside este paso progresivo que se inicia cuando una sociedad entra en una crisis mayor. Sin embargo, los elementos fundamentales de la dinámica nacional están presentes de manera característica en los tiempos «normales». La nación que se tiene por ser lo que hay de más concreto, como la persona suprema en la que el hombre debe encontrar su verdadero ser e identificarse con «su» Estado es, de hecho, una pura abstracción: nadie sabe, a ciencia cierta lo que significa «ser francés», lo que no impide que todo el mundo cree saberlo. Ante la evidencia de la imposibilidad de definir racionalmente la esencia nacional, el Estado aborda con fuerza el problema y define al «francés» por exclusión, definiendo quién no lo es: el ciudadano nacional se define mediante la negación del extranjero.

En tiempos de crisis larvada, cuando es necesario cerrar filas, el derecho de los extranjeros -o sea de los extracomunitarios- se endurece, la autoridad soberana se afirma bajo la forma de la nación. En un primer momento el Estado cede y lleva a la práctica las reivindicaciones del partido nacional: echar a los clandestinos, cerrar las fronteras de la CEE, limitar el derecho de asilo. Los partidos de derecha van un poco más lejos que este programa: introducen un acto humillante en el código de nacionalidad, conceden a los ayuntamientos el derecho de rechazar a los extranjeros, limitan el reagrupamiento familiar e instauran un sistema de prestaciones sociales según el principio de nacionalidad. Mediante esta última medida principalmente el Estado acrecienta la diferencia entre nacionales e inmigrados de la que se servirá más tarde para «explicar» la necesidad de medidas posteriores. De esta manera se lleva la nación hacia la parte delantera de la escena y se prepara, de manera natural, el terreno ideológico que conllevará de manera paralela medidas legislativas y administrativas.

Finalmente, la exaltación de la nación se produce cuando el Estado se vuelve abiertamente autoritario con el fin de doblegar las fuerzas centrífugas que podrían agitar la sociedad en el curso de una crisis.

La nación se convierte en la forma ideológica en la que se invita al ciudadano a contemplar la administración de los asuntos cotidianos mediante el uso de la fuerza bruta. De todas maneras no se reduce a un simple reflejo ideal de la violencia del Estado sino que ella misma desarrolla una dinámica que genera una dinámica cuyos resultados le son propios.

Se trata de una especie de idealismo real. La nación, que pretende ser la cosa más concreta existente, es de hecho, lo más abstracto. En este momento en que se afirma el fundamento material en que reposa, debe demostrar que es lo que declara ser. Así, la única manera que una abstracción se haga pasar por algo concreto residirá en suponerse atacada por «fuerzas abstractas» que maquinen infatigablemente para disolverla, lo que la llevará a combatirlas de la misma manera sin descanso. El hecho que la nación no aparezca, de momento, como el ente concreto que es de manera esencial, se explica por las acciones de las «potencias cosmopolitas» frente a las que la «revolución nacional» deberá modificar la situación. Cuanto más se agrave la crisis social, más se afirmará la autoridad del Estado y la nación se lanzará con más fuerza a perseguir a los «agentes disolutos» a los que se responsabiliza de ser los causantes de la crisis social ya que se presenta bajo la forma de «decadencia nacional» cuyo origen se halla precisamente en dichos agentes.

La ideología antisemita va siendo más real a medida que se «agrava la situación nacional». El combate contra las «potencias abstractas» consiste en definir, después expropiar, a continuación concentrar y finalmente aniquilar a los judíos7 no porque representen estas fuerzas sino porque las personifican, porque son, por decirlo de alguna manera, la personificación en carne y hueso de estas fuerzas8. En vez de solucionar la crisis social mediante una revolución social, ésta se sustituye por una «revolución nacional» contra los judíos llevada al paroxismo, esta dialéctica ideológica de la sociedad capitalista en crisis da un vuelco suicida: la Solución Final histórica empieza justo en el momento en que Alemania entra en guerra contra la Unión Soviética.

A partir de este momento esta tendencia suicida que lleva consigo todo movimiento nacional, cuyo prototipo lo representa el grito franquista «Viva la Muerte»* empieza a aparecer en el discurso del demagogo. Pongamos el ejemplo de un hecho concreto relatado por el demagogo francés. Una anécdota que, según él, es más que anecdótica. Dos jóvenes marroquíes matan a su hermana porque sale con un no-musulmán. A continuación el mayor mata al hermano cómplice antes de matarse a sí mismo. « ¡Acto de heroísmo!» exclama el demagogo «un gesto de perfección ética y estética», «acto ineludible» al mismo tiempo. En efecto sólo se es héroe una vez muerto. Sólo cuando el soldado muere demuestra que es capaz de sacrificarse por la nación, que es más importante que su propia vida. Sólo el antisemita muerto es un perfecto antisemita ya que sólo con la muerte habrá sido capaz de aniquilar las fuerzas disolutas de su espíritu que le abruman bajo la forma de duda que no deja de insinuarle que su visión del mundo capitalista es tan absurda como «lógica». Sólo la muerte le «libera» completamente de la razón abstracta que reside en él mientras viva. Es en este sentido que el demagogo tiene razón cuando afirma que la revolución nacional es una liberación.

El antisemita se revuelve contra sí mismo y culpa de esto al «judío». No debe subsistir nada que no se corresponda con su delirio, ni incluso él mismo. Es por esta razón que el antisemitismo es una ideología secundaria que no puede combatirse como tal. Inscrito en las relaciones de producción capitalista, resucita cada vez que empieza a derrumbarse la marcha tranquila de la acumulación y conquista la conciencia de los que (pre)sienten esta ruptura sin sacar de ella unas conclusiones sociales revolucionarias. Hallan en ella el desolador consuelo de encontrarse al lado del poder que les atacará en el mismo instante en que crean atacarlo atacando a los judíos. Mientras los hombres aislados persistan en creer que es posible «mantenerse» en el aislamiento, la racionalidad instrumental que se desprende de la ley de la conservación de sí cederá el paso de forma natural, mediante una crisis social, a la contra-racionalidad antisemita en la que «conservarse» es idéntico que «suicidarse», absurdo objetivo que se contra-racionaliza mediante la muerte de los que encarnan al «extraño excluido».

Notas

1 - Ver Moishe Postone, La Lógica del antisemitismo.

2 - André Glucksmann, «Racisme: les candeurs postprogammées», en Le Figaro 30 Mayo 1990.

3 - Pascal Bruckner, «La trouble séduction de M. Le Pen» en Le Monde del 17 de mayo 1990.

4 - Pascal Bruckner, ibíd.

5 - André Glucksmann, ibíd.

6 - Ver Raoul Hilberg, La destruction des juifs d'Europe, Paris, éd. Fayard, 1988, pp. 40-50.

7 - La definición en estas cuatro fases ha sido elaborada por Raoul Hilberg. ibíd., passim.

8 - Ver Moishe Postone, ibíd.