La crisis del Estado-Nación

por Jacques Wajnsztejn

Publicado en : M. Postone, J. Wajnsztejn, B. Schulze, La crisis del Estado-Nación. Antisemitismo-Racismo-Xenofobia, Barcelona, Alikornio ediciones, 2001. ISBN: 84-931625-5-8

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Hoy en día, es realmente difícil ignorar el resurgimiento de la afirmación nacional, comunitaria o identitaria. También resulta difícil entender que este resurgimiento se produzca en el preciso momento en que la realidad social llega a la máxima internacionalización, en que parece que los nacionalismos políticos pierden terreno (la Europa del 92) ante la implacable abstracción de la amenaza económica mundial.

Cuando es más visible que se realiza la dominación mundial del capital, los problemas que el sistema capitalista consideraba resueltos (la integración por el trabajo, la consecución y formación del individuo democrático en lugar de las antiguas clases en el oeste), o aparcados (por ejemplo, el problema de las nacionalidades surgido con el desorden de las dos guerras mundiales y que fue cedido a la custodia de los soviéticos) vuelven con un efecto boomerang.

Ante esto no cabe quejarse invocando los riesgos de la unidad alemana o el regreso con fuerza de las ideas de la derecha, ni de frotarse las manos y de nadar en las certezas que nos podría provocar nuestra «ventaja teórica» proclamando por todos lados: «Ya os habíamos dicho que la URSS era un coloso con los pies de barro, que volvería a plantearse la cuestión alemana...». Me parece, por el contrario, que debemos replantearnos algunas de nuestras construcciones teóricas y de manera especial la articulación Estado-Nación que hemos abandonado durante bastante tiempo en provecho de un único análisis y lucha contra el Estado.

Estado y Nación

El Estado es una mediación que reproduce la relación social. Mantiene la unidad individuo-sociedad dentro del marco de una estructura específica. Es algo concreto que actúa incluso si va tomando formas cada vez más abstractas a medida que su control sobre la sociedad asume las formas de la modernidad técnica.

Por el contrario, la Nación es una representación. Y así, las distintas teorías revolucionarias, la han asimilado a una ideología, del mismo modo que ha hecho con la religión. No es una casualidad que las dos hayan sufrido la misma suerte: una «superación» en el cielo de las ideas y de la teoría. El problema teórico que plantea el concepto Nación se ha solucionado mediante una trampa terminológica: «El Estado-Nación» es el concepto nuevo que ha servido de puente entre el agente social y la representación abstracta. Este planteamiento se ha realizado en el marco de una visión humanista-progresista del desarrollo de la humanidad, visión que es a la vez antiimperialista, anticolonialista y anticomunitarista. Pero este nuevo doble concepto no anula el problema ya que la realidad del Estado-Nación es sólo el producto histórico de una determinada época. De hecho, el Estado es muy anterior a la idea de Nación. No es producto del capitalismo ya que podemos encontrar ejemplos en la antigüedad principalmente bajo la forma de despotismo. Por el contrario, la Nación es producto del capitalismo y de su clase dominante, la burguesía, que fue la primera en reivindicar la representación nacional.1 Sin embargo debe existir un lazo ya que sin una Nación, o sea, sin identidad colectiva fuerte no existe un verdadero Estado moderno, como nos lo demuestra «a la inversa» el ejemplo de los países colonizados.

El Estado-Nación

Esta particular articulación entre Estado y Nación se manifiesta claramente en el movimiento del valor y del advenimiento político de la burguesía: a la destrucción de la antigua comunidad que se cimentaba en la tierra y en los lazos de dependencia personales, corresponde, en el terreno de la evolución de las ideas, la teorización de un nuevo lazo social más adaptado al nivel de abstracción de la nueva relación social que se instala. El contrato social garantiza una especie de derecho social que se basa en la igualdad dentro de la comunidad nacional. Así pues, la Nación es la representación de la nueva comunidad, o sea de la sociedad de clases. Más allá de los conflictos y de los pactos entre las clases que se dirimen a nivel del Estado, la Nación representa lo que une. Fue la Revolución francesa de 1789 quien mejor llevó a cabo esta amalgama Estado-Nación. ¡Pero esto no fue fácil! Hizo falta que la representación burguesa de la Nación buscara sus raíces en la antigua representación precapitalista del clan y de la comunidad territorial, de lo que toca al corazón. La antigua concepción de patria (Grecia y Roma) confirió al mismo tiempo una base concreta a la Nación (el compatriota es el prójimo) y una mística religiosa alejada de la fría representación que es la Nación.

Este patriotismo revolucionario permitió canalizar la violencia latente de los «sans culottes», de utilizarla en defensa de la patria ante un hipotético peligro. Esta misma idea se retomó más adelante, ya que la guerra de 1914-1918 permitió la integración de la clase obrera francesa dentro de la comunidad nacional en la lucha contra la «barbarie alemana». Esta integración social será también integración política con la participación en la resistencia y en la política de unión nacional del Partido Comunista, de 1944 a 1947.

Esta particular concepción de la Nación francesa se explica a la vez por su carácter burgués y por su carácter revolucionario:

- Por su carácter burgués que la hace más moderna que la concepción alemana de Nación a la que muy a menudo se ha comparado y opuesto. En la concepción alemana, que mantiene importantes elementos preburgueses, la Nación no se despega todavía de la antigua comunidad y continúa considerando al individuo como inexistente si no forma parte de la colectividad. Por el contrario, en Francia es la asociación de individuos (Cf. Sieyès), lo que significa que el individuo se ha separado ya de la antigua comunidad, él es «libre» y se asocia libremente a la nueva comunidad nacional.

- Por su carácter revolucionario que hizo avanzar en algunos aspectos ideas que iban más allá de la revolución burguesa, más allá de las clases: «La asociación libre de los individuos», la lucha por la emancipación de las razas, de los judíos, etc. Debido a esto, como en cualquier gran revolución, contó con el apoyo y la participación entusiasta de revolucionarios de todos los países quienes, como Anacharsis Cloots, veían en la Nación francesa la mayor aproximación empírica de la humanidad que se haya conocido. Desde esta óptica, las naciones sólo representan fragmentos de la humanidad.

Fue este modelo revolucionario francés de la Nación que Marx no entendió debido a la situación de exclusión que sufría la clase obrera de la época. El internacionalismo proletario que se desprendía parecía algo natural. Por lo demás las posturas de Marx respecto a la Nación eran exclusivamente tácticas y estaban subordinadas a los intereses de clase (apoyo a los nordistas durante la Guerra de Secesión, apoyo a Bismarck en la primera guerra franco-alemana para reforzar la posición del proletariado alemán, etc.). Para Marx lo que realmente era revolucionario, no era la lucha por los nacionalismos, sino el mismo movimiento del valor, el universalismo del capital que debía borrar las fronteras.

Disociación de la unidad Estado-Nación

Con la extensión y el dominio que ejerce la relación social capitalista sobre la totalidad de la sociedad en los países industrializados, el Estado moderno parece haber puesto en su lugar a la Nación... y a la burguesía ya que hemos comentado que la Nación, al contrario del Estado y la Patria, es un concepto que pertenece a esta clase. A partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, «Las Grandes Potencias» (¡ya no se las llama ni Nación ni Estado!) se aplican a la tarea de los recortes políticos: balcanización de los países del este, limitaciones arbitrarias a la independencia africana, constitución de los «bloques». El período de los «Treinta Famosos», es el que ve desarrollarse, a nivel económico, las grandes compañías multinacionales. El neocolonialismo surge casi directamente del colonialismo. La crisis de reproducción de la reproducción de la relación social capitalista hace que este doble orden mundial aparezca actualmente como problemático.

Cuando se produce una crisis en las mediaciones socializadoras (Estado, clases, trabajo...) y en las representaciones (valores ligados al trabajo, comunismo, utopía...) reaparece la cuestión de la pertenencia a través de la referencia colectiva a las comunidades de origen y a la búsqueda identitaria de los individuos2.

Pero esta vuelta al sentimiento comunitario no se realiza en base a una idea de una comunidad total de los hombres, o sea de un «estar juntos» por parte de los individuos singulares. Se trata siempre de una comunidad restringida: religiosa, étnica, nacional o regional. No sobrepasa el ámbito de lo particular.

La Nación contra el Estado. El ejemplo de Francia

Parece que la cuestión de la pertenencia se halla ligada a la antigua situación de clase de los individuos. De esta manera, para lo que algunas veces se denomina «antiguas clases medias» o, de manera más tradicional, la «pequeña burguesía», el Estado no ejerce su mediación socializadora. De factor de orden, de garante de la propiedad, se convierte en Estado burócrata, que ahoga la pequeña iniciativa privada. La referencia a la comunidad nacional aparece entonces como garantía de supervivencia3.

Pero esta identidad nacional tiene un carácter más espiritual o cultural que nacionalista, al revés de lo que acontecía en otras épocas (entre las dos guerras, por ejemplo). Esa identidad produce el vínculo entre el individuo proletarizado y la sociedad y son los peor reproducidos por la sociedad quienes hacen referencia a una comunidad en la que los inmigrantes, inadaptados y enfermos serían excluidos. El hecho que esta comunidad sea mítica, ya que no hallamos trazos de ella por ninguna parte, roída por la economía, desplazada por la modernidad técnica no tiene ninguna importancia ya que la referencia no se guía por ninguna lógica política.

El éxito del fenómeno Le Pen nos lo demuestra cada vez más. Al principio se sitúa sólo a la cabeza de un movimiento de la derecha radical -en el que podemos encontrar bastantes coincidencias con el RPF gaullista (Rassemblement pour la France) de después de la guerra- y el éxito del FN respecto al antiguo PFN (Parti des Forces Nouvelles) se debe principalmente al talante demagógico de su jefe. Pero poco a poco los argumentos políticos tradicionales de la extrema derecha (Francia colonizada por las potencias extranjeras) pierden su importancia en favor de argumentos morales (papel primordial de la familia, condena del sexo a través del Sida, etc.) o de argumentos raciales (después del flujo de inmigración, la amenaza de los judíos que dominan los media). De igual manera y, de forma natural, podría decirse, un partido que en sus orígenes era indiferente o incluso hostil a la religión, se fusiona con los ambientes integristas católicos. Le Pen se centra en lo que afecta a la gente sencilla sin cuidar demasiado una imagen de marca política que sabe puede cambiar en cualquier momento mediante sus artes de tribuno. Es un perfecto populista ya que se dirige directamente al pueblo y se presenta él mismo como hijo de este pueblo. Quiere representar al «país real» contra el «país legal» poniéndose de esta manera en el bolsillo a los que se sienten excluidos.

Las «nuevas clases medias»4 como las llaman generalmente los sociólogos, buscan por su lado, una compensación a la debilidad de su identidad de clase; debilidad que no proviene, como sucede con las otras clases (las antiguas clases medias, la clase obrera) de la destrucción de la antigua identidad debido a los cambios de la relación social, sino porque la ha producido el mismo capital en su propio desarrollo. Es la clase de la época de la imposibilidad de las clases.

Los individuos que pertenecen a ella creen hallar una cierta compensación mediante un vínculo directo con el Estado, pero de un Estado que ya no es el Estado de clases, que tampoco es el Estado de la burguesía,5 sino más bien la mediación que reproduce el conjunto de la relación social. Si para ellos existe la identificación, es de identidad democrática que representa la forma modernista del universalismo: el Estado no se contrapone a la Nación, sino más bien a la democracia y a los derechos humanos. Esto se ha visto ilustrado perfectamente durante las celebraciones del segundo centenario de la Revolución Francesa. La abundancia de celebraciones no se centró en la idea de Nación, de una Nación universal, sino más bien en la idea de democracia6 que tiene la virtud de significar a la vez unidad y universalidad, y permite un bloque de consenso. Ya no es la Nación la que legitima al Estado sino más bien el hecho de ser o no democrático. A lo sumo, la Nación no es otra cosa que el lugar geográfico donde se ejerce el consenso y la Nación puede desaparecer frente al país.

Así, pues, tenemos por un lado vinculación nacional y, por otro, vinculación con el Estado, pero todavía existe una tercera vía que la descomposición de la clase obrera ha hecho posible y que consiste en un doble vínculo: a la comunidad nacional y al Estado. Esta realidad se traduce políticamente en la ambigua oscilación del voto P.C. y del voto Le Pen. Obreros cuyo estatus es cada vez más precario debido a la reestructuración de las Empresas, a los que se cuestiona cada vez más la utilidad de su trabajo, se dirigen directamente a quien les parece ser al mismo tiempo el representante del capital global y de la comunidad nacional, o sea del Estado; la ambigüedad la encontramos aquí: todavía existe el viejo deseo de encontrar la armonía de la comunidad del trabajo en el marco ilusorio de un Estado ideal que represente a toda la comunidad nacional.

El movimiento de disociación de la unidad Estado-Nación es muy contradictorio en Francia, y corresponde a su especificidad y a la fuerza original que hemos puesto en evidencia en la primera parte de este ensayo. Esto viene confirmado por los hechos acaecidos durante estos últimos años que hacen referencia a la inmigración, la laicidad y a la integración. ¡Hay que subrayar que Francia es el único país en el que el «problema» de la inmigración se plantea en términos de integración! Esta integración era evidente mientras se apoyaba en el cuadro ideológico y político en la unidad Estado-Nación («Francia tierra de asilo», «Francia, país de los derechos del hombre») y que correspondía en el terreno económico a la utilización continua de una fuerza de trabajo inmigrada cuya integración mediante el trabajo se suponía permitiría el alejamiento progresivo de la comunidad de origen. Esto no significa que antes no existiera racismo, que sí lo había, pero era de tipo paternalista, colonial. Se hacía burla del viejo árabe con chilaba, de los pies y manos de las mujeres coloreados con henna, etc., pero esto pertenecía al folklore. Lo esencial se hallaba en otra parte, en la explotación de la fuerza de trabajo. Sencillamente se les consideraba sólo como trabajadores.

La afluencia masiva de trabajadores inmigrados durante los años 60, la política de reagrupación familiar, el urbanismo que ha desarrollado ghettos «a la francesa», contribuyó a modificar el racismo paternalista y originó los primeros choques entre comunidad obrera en desintegración y comunidad inmigrada en reforma en el marco ghetto de las ZUP Pero mientras este movimiento era una forma de gestión y de división de la fuerza de trabajo, la contradicción no era descarada y se hallaba dentro de los límites del cuadro definido por el Estado-Nación. Sólo se pondrá en evidencia cuando la fuerza de trabajo no cualificado sea inútil o poco importante y en la que se mezclan una situación de despido del trabajo de los padres y exclusión del mismo de los hijos. Se cuestionará la individualización por y en la sociedad del capital (como trabajador, usuario, consumidor) y cederá el paso a la revuelta desesperada o a la sumisión. A manera de ejemplo tenemos los «rodeos» de los Minguettes en Vénisseux en 1981, los enfrentamientos con la policía y la «recuperación» de objetos de consumo, como en Vaulx-en-Velin a principios de octubre de 1990; y también, de forma más profunda e insidiosa, la reafirmación de la comunidad bajo su forma religiosa (desarrollo del integrismo musulmán). No existe incompatibilidad entre estas dos actitudes que se pueden dar en un mismo individuo en dos momentos distintos7. Esta afirmación comunitaria se enfrenta a la vez a la comunidad nacional mítica (el racismo paternalista que en la fase precedente había evolucionado hacia un racismo de guante blanco se convierte aquí en un racismo de rechazo y de odio) y a la unidad también mítica de un Estado-Nación decadente, un Estado que no ha sido capaz de imponer la laicidad en el marco del debate sobre la escuela libre mientras se dejaba obsesionar por «la cuestión del velo islámico». Es difícil querer imponer los valores propios (republicana, laica e igualitaria) bajo el pretexto de la integración cuando lo que subyace en esos valores es precisamente lo que causa la exclusión.

Racismo y comunidad nacional

Esta cuestión casi nunca se aborda desde el punto de vista de los individuos sino solamente a nivel de principios. Pero estos no tienen en cuenta la raíz social de los individuos y de la relación individuo-comunidad. No se puede definir únicamente al racista en función de estos principios; así si durante mucho tiempo se ha definido al racista como el que exhibía antes que nada las diferencias para inscribirlas en una jerarquía de niveles de humanidad (bárbaros, subhumanos, inferiores), esto es actualmente más difícil, ya que el racismo actual si continúa marcando diferencias, es para hacerles la apología o por lo menos para reconocer, detrás de éstas, la parte de humanidad que todas poseen8. Pero para que estas diferencias puedan continuar expresando la universalidad del hombre a través de su diversidad no deben mezclarse los valores que les son propios, ya que esto produciría una falsa universalidad que no sería otra cosa que una uniformización en el marco de la sumisión a los valores de la sociedad americana.

Este nuevo racismo encuentra su singularidad en el hecho de que no hace referencia a un individuo superior: el hombre blanco o el Ario, sino que se relaciona con la comunidad nacional. El racista actual es un individuo moderno que sacrifica la modernidad; es demócrata: las costumbres y comportamientos de las distintas comunidades poseen todos valores pero deben manifestarse en el territorio donde se desarrollaron, es ahí donde hallan su significado; esto es lo que constituye la riqueza de la humanidad: también es un consumidor: como turista, irá a Túnez o a Turquía, allí se pueden encontrar todavía diferencias, un atractivo exotismo.

Así pues, el racista moderno se halla lejos de presentarse bajo la única forma de la bestia con faz de toro del joven skin o del buey rapado. Esto es lo que no entiende el antirracista que, al mantenerse en el nivel de los principios se encuentra enfrente con alguien que también tiene una parte de humanismo9 y jura por lo que más quiere que lo hace de buena fe. Así que ya no existe el racismo sino más bien una xenofobia más o menos radical. El enemigo exterior que campa a sus anchas por el país es el inmigrante. Lo podemos constatar en las tomas de posición de Le Pen durante el conflicto del Golfo. Gracias a la originalidad de su postura respecto al consenso político, pudo clamar alto y fuerte incluso contra algunos antiárabes de su partido, que él no es ni racista ni de ninguna manera antiárabe, aunque esto conllevara una cierta desorientación en su clientela habitual o potencial. Puede incluso, laboriosamente, intentar explicar porqué es preferible apoyar el desarrollo de un nacionalismo árabe que sea el principal muro de Occidente frente al integrismo musulmán y al mismo tiempo la única oportunidad que poseen estos países de generar un desarrollo económico mínimo que, a la larga, evitará que Francia y «los Países del Norte» se vean invadidos por la inmigración de los «Países del Sur». Volvemos al punto esencial, la inmigración, y al peligro que significa que el enemigo exterior se transforme en enemigo interior, que desaparezca el rasgo de «exterioridad». En esto consiste la lucha del famoso código de nacionalidad. Los últimos acontecimientos de Vaulx-en-Velin parecen dar razones al Frente Nacional10. ¡Toma cuerpo el fantasma de la libanización de los barrios!

El individuo racista

Lejos de las declaraciones de racismo y de antirracismo, el individuo racista es el que vive y percibe su situación cotidiana de la manera más inmediata. Es el que se encuentra desplazado por la sociedad o el que se halla en proceso de verse marginado de lo que hasta entonces había percibido como su comunidad. Por el contrario, su víctima es la que parece poseer todavía valores, poseer raíces; un elemento capaz de ser identificado con una raza. Es un racismo de proximidad que se expresa en los mismos espacios de la descomposición social (barrios marginales, ghettos, etc.) sin lugar para la reflexión, es el racismo de los insoportables, el racismo de los marginales. No se organiza sino que más bien obedece al impulso, a la «caza».

Cuando este racismo de los hechos se traduce en teoría se debe a la necesidad de interpretar el papel de lo concreto contra lo abstracto, ya sea para referirse de manera positiva como en la exaltación de lo concreto nacional11 que representará la Nación, en la apología del trabajo productivo (que se opondrá al «cosmopolitismo y al dinero judío»), ya sea para convertirlo en un criterio de rechazo respecto a la comunidad orgánica, cuando el concreto de referencia es psicológico o biológico: entonces marca las diferencias (de color o de religión) que le parecen más importantes que la idea abstracta de los derechos del hombre, que se cree pondría en evidencia lo que constituiría la unidad de la humanidad.12

Antisemitismo...

El antisemitismo ha revestido diferentes formas históricas. La primera, la del antijudaísmo cristiano, ha desaparecido prácticamente en la actualidad excepto en algunos círculos restringidos del integrismo católico. Le sucedió históricamente, durante el siglo XIX, un antisemitismo nacional teorizado por Drumont y Maurras, cuya máxima expresión fue el «affaire» Dreyfus. El judío siempre es visto como el Mal pero, y esto es nuevo, es a la vez fermento de corrupción y desintegración del cuerpo social de la Nación. Este antisemitismo nacional es también un antisemitismo social en la medida que se convierte en la expresión de clases en descomposición o en mutación, durante un período de mutación del modo de producción capitalista: segunda revolución industrial, éxodo rural, taylorismo, fordismo. Es el producto de los campesinos desarraigados, de comerciantes y propietarios arruinados por la guerra o por la inflación, de obreros en situación subproletaria. Esta forma de antisemitismo es la que dominaba en Europa a finales del siglo XIX y hasta los años 20. El judío es al mismo tiempo el dinero, el cosmopolitismo, el extranjero. Sobre él caerán las iras populistas anticapitalistas y el odio de la derecha nacional.

Pero poco a poco las bases sociales y nacionales del antisemitismo pierden su fuerza. Las funciones específicas de los judíos desaparecen. Cada vez más judíos franceses se integran en profesiones liberales o intelectuales. Una numerosa inmigración procedente de Polonia se instala como puede en el escalafón más bajo de la escala social. Se rompe la unidad de la comunidad entre los judíos nacionales ricos que se individualizan y se asimilan y los judíos inmigrantes más pobres cuyo estatuto es muy parecido al del apátrida. El mismo fenómeno sucede en Alemania, donde existe una «clase intelectual» y una cultura germano-judía. De lo que se desprende una disolución de la imagen del judío. Pertenece a la particularidad del antisemitismo nazi el haber añadido a la base social y nacional débiles del antisemitismo un antisemitismo biológico que volverá a mostrar de manera clara la imagen del judío. El poder de la comunidad judía había hecho olvidar que el judío es el que se infiltra (de ahí que la derecha asocie frecuentemente judíos y francmasones).13 Hay que desvelarlo y señalarlo. La teoría de las razas aportará justificaciones... y «soluciones» al antisemitismo. Así pues, lo que distingue al antisemitismo de las otras formas de racismo es el objeto del racismo: el judío nunca fue realmente el «inferior», al contrario de lo que ocurre con el colonizado. El judío posee sus valores, su cultura y no se le niega el derecho a mezclarse con los demás, al menos como individuo: al judío rico y distinguido, y también al intelectual brillante se le invita a los salones de moda de la burguesía. Con el nacional-socialismo, el judío, «inútil» y «peligroso», va a ser degradado en nombre de la pureza de la raza, rebajado al rango de «Untermensch» (subhombre). El antisemitismo biológico podrá de esta manera justificar y desculpabilizar al antisemitismo social latente que transpira siempre de las relaciones comerciales. Una vez admitido esto, se pueden realizar todos los excesos, ya sean los de los antisemitas, que podrán por fin ejercer impunemente su cobardía (los Judíos son subhombres), o los de un Estado que se presentará como el brazo armado de la purificación aria y nacional.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el antisemitismo retrocedió o por lo menos desapareció del primer plano de la escena, excepto en los países europeos del bloque soviético. Este hecho no se debe exclusivamente al sentimiento de culpa que siguió a la deportación y al extermino de los judíos sino a que los judíos ya no ocupaban una posición importante en la sociedad; desaparecieron las bases para un antisemitismo social: el sistema capitalista que, a partir de ahora prescindirá incluso del burgués, tiene cada vez menos necesidad de un intermediario, de un agente de transmisión del valor. El dinero circula libremente, de manera abstracta y anónima. El judío ya no puede ser una representación de la conciencia popular (las «doscientas familias» y no más); las bases del antisemitismo nacional también: el judío ya no presenta la imagen de una comunidad en el sentido fuerte, comunidad, que, todo hay que decirlo, no se hallaba representada por ningún Estado-Nación antes de la creación del Estado de Israel. Esto tampoco existe: el movimiento sionista se convirtió en un movimiento nacionalista, y el nacimiento y las dificultades de supervivencia del Estado de Israel provocaron una identificación de los judíos con su «Estado» incluso en la diáspora, donde la identificación parece más contradictoria14.

Todo esto no quiere decir que ya no exista base alguna para el antisemitismo, sino que su desarrollo es distinto a partir de las situaciones que han cambiado. Las formas actuales para su reactivación son principalmente políticas, aunque podamos encontrar detrás otras causas: una proviene de la situación internacional y del lugar que ocupa el Estado de Israel en el marco de los conflictos del Medio Oriente, de su rol en el problema palestino. El antisionismo que hallamos en Francia y en Alemania, por ejemplo, se debe más a un odio hacia el Estado de Israel, paralelo al odio hacia los Estados Unidos, que a un verdadero antisemitismo. Sólo afecta a una pequeña parte de la población15 ya que de manera global la población de los países industrializados es proisraelí por arabofobia y antiislamismo. Otra forma política de reactivación del antisemitismo se expresa en los análisis que insisten en que, si los judíos han perdido su poder económico en la época del gran capital y de las multinacionales, de hecho no han perdido el poder que se halla en la actualidad en el corazón de las sociedades modernas, o sea, en los media. Por esto se dan los constantes ataques del Frente Nacional contra la prensa y los intelectuales antifranceses. La asimilación dinero-judío cede el sitio a la asimilación intelectual-judío. Pero este antisemitismo funciona mal. De entrada, la postura política del FN no se halla exenta de contradicciones; una parte del FN es claramente proisraelí por arabofobia y su racismo cotidiano, ligado principalmente a la guerra de Argelia, no deja mucho lugar al antisemitismo; la otra fracción del FN es más cercana a las posturas de pequeños grupos fascistas antisemitas y propalestinos, pronacionalistas árabes, o grupos integristas católicos que nunca renunciaron al antijudaísmo primitivo.

Le Pen oscila entre estas dos posturas y últimamente, durante el conflicto del Golfo se alineó con el nacionalismo árabe, fundamentalmente porque veía en él una barrera frente al integrismo musulmán, lo que conllevó una mayor distancia con respecto a Israel. Otra dificultad que existe para que se extienda este nuevo antisemitismo lo constituye la asimilación casi perfecta de los judíos a la sociedad francesa. Al judío no lo «distinguen las amplias masas». Es necesario, pues que el FN le señale con el dedo, lo que ya lleva haciendo el semanario Minute desde hace veinte años: acosa a los apellidos cambiados o rastrea los orígenes.

El imaginario del complot y de la sociedad secreta deben reactivarse en gran manera ya que la potencial clientela del discurso antisemita, o sea los individuos no asimilados por su clase en crisis y por el Estado del capital moderno, no ve en la comunidad judía, que ha perdido una gran parte de sus características, un obstáculo para la formación de su propia comunidad.

Aquí se halla, aunque aparezcan ciertos parecidos, la gran diferencia con los años 20 y 30. Ya no se distingue a los judíos como comunidad16 y, como el particularismo biológico no era otra cosa que un bluf científico inventado por los nazis, el imaginario antisemita se queda sin base real.

Por todas estas razones el antisemitismo no deja de ser sino un elemento secundario dentro de la problemática nacional. Más grave es que el planteamiento sistemático del antisemitismo sea a menudo obra de los «antirracistas» políticos de todas las obediencias que intentan con ello camuflar, mediante el horror que provoca el antisemitismo, el consenso sobre la inmigración.

Contra el estado y la nación

La relativa debilidad del Estado nos ofrece dudas sobre su capacidad para reproducir el conjunto de la relación social. Sin darse cuenta que por ello mismo niega su utilidad, anuncia que pronto ya no se podrán pagar las pensiones de jubilación, que no se podrá atender a los enfermos, que no se podrá garantizar la «seguridad de los bienes y de las personas», pero que mientras tanto todavía debemos creer en el Estado. Éste busca, entonces, el recuerdo de todo lo que puede servir para justificarse y, con un gran esfuerzo, proclama la convergencia del fetichismo de la economía y del sentimiento nacional. Siempre se pone sobre la mesa el fracaso de la economía nacional y, si hay que sacrificar una empresa nacional o un sector de actividad, siempre es para salvar al conjunto, y tanto peor si, en un momento dado, uno se da cuenta de que el conjunto está vacío17.

Solamente la debilidad presente en cuanto a las alternativas al Estado y a la Nación produce y explica la aglomeración de opiniones y de comportamientos, más pasivos que activos, que configuran el consenso con el que se nos alimenta.


Notas

1 - Durante la época feudal, o en los antiguos gobiernos monárquicos, no existe la idea de Nación. Importa poco sobre quien se reina, no importa el origen de los sujetos. Lo esencial se halla en el poder de los imperios.

2 - No debe confundirse identificación e identidad. La identificación es la realización real o simbólica de la pertenencia. La identidad y la búsqueda del sentido identitario se hallan unidas al sentimiento de la pérdida de las antiguas pertenencias y de manera especial a la pertenencia de clase.

3 - La trayectoria de Gérard Nicoud es ejemplar en este sentido: se inicia como líder del corporativismo del comercio en la CID-Unati para pasar de aquí al «corporativismo nacional» en 1986 entrando en el FN.

4 - Son producto de una fase del capitalismo que sitúa en primera fila ya no la producción del capital sino su reproducción.

5 - Es por esto que este lazo no se producirá bajo el «Estado giscardiano», Estado de transición, encargado de liquidar el poder de la antigua burguesía y de introducir las bases tecnocráticas del nuevo poder. Sin rostro humano, no es susceptible de identificación.

6 - El enemigo ya no se halla al exterior de la democracia sino en su interior: el inmigrante, el revoltoso, el comunista (enemigo a la baja), el terrorista en sentido amplio, o sea el que toma a los vivos como rehenes.

7 - Así, Toumi Djaidja, líder de las revueltas de los Minguettes se integró algunos años más tarde en las filas del integrismo musulmán.

8 - Cf. Las teorías de la «nueva derecha» y principalmente las obras de J.M. Benoist.

9 - De esta manera SOS Racismo se encontró en el mismo terreno que la «nueva derecha» en su reivindicación del derecho a la diferencia y debió cambiar de terminología reemplazándola por la de la sociedad multicultural.

10 - «Las hordas extranjeras saquean una ciudad francesa» declaración del FN a la prensa local. Le Progrès 10/10/90.

11 - Cf. Los distintos artículos de B. Schulze (nos 1, 2 y 3 de Temps Critiques).

12 - Al contrario, el antirracismo tradicional (que no hay que confundir con el individuo no racista) defenderá lo abstracto frente a lo concreto, lo que une frente a lo que divide. Como su humanismo es progresista y civilizador, cree poder afirmar sus valores como universales. Por definición es eurocentrista. Su rechazo de la diferencia concreta podrá llevarle a negarla, como nos lo demuestran las ambigüedades de la referencia al mestizaje, mestizaje que consistiría en la supresión física de la diferencia de color. Sobre esta base, racismo y antirracismo se hallan en el mismo terreno. Sobre este último punto cf. Pierre-André Taguieff, La Force du préjugé, Paris, La Découverte. Respecto al antirracismo moderno, se acerca todavía más a la manera de pensar del racista ya que, aunque haga referencia a los derechos del hombre, lo hace de manera completamente mecánica, mediante capilaridad consensuada: sería difícil definir estos derechos ya que todas las culturas son buenas, toda diferencia es riqueza añadida para el hombre.

13 - Si la derecha Nacional ha asociado repetidamente judío y francmasón, el nacional-socialismo innovó asociando de manera más frecuente judío a bolchevique. Es que para Hitler el cosmopolitismo judío se explicaba por la existencia de una doble figura del judío, al mismo tiempo capitalista y revolucionario. No debemos olvidar que el primer libro de Hitler se titulaba El bolchevismo de Moisés a Lenin! (Citado por Saul Friedländer, Reflets du nazisme, Paris, éd. du Seuil.

14 - Leer las declaraciones del Gran Rabino Sitruck, entrevista en Le Monde 30/9/90.

15 - El antisionismo se reduce a menudo a la extrema derecha revolucionaria, a una parte de las poblaciones inmigrantes de origen árabe o musulmán y también a una parte de la extrema izquierda. Esto no quiere decir que no puedan producirse «resbalones», y ciertos grupos de lucha armada han «resbalado» hasta escoger a judíos entre sus rehenes, identificando de esta manera los individuos con su Estado, o sea negándoles toda individualidad.

16 - Esta afirmación es cierta... pero con matices. En la actualidad asistimos a un doble movimiento. Por un lado, intelectuales judíos askenazíes, que habían pertenecido a la extrema izquierda pero que abandonaron un proletariado que les había abandonado, se proclaman de una «identidad judía» de la que no se distinguen bien los componentes ya que por otro lado se declaran laicos (Se podría decir que, como para los revisionistas de extrema izquierda, el abandono de la teoría del proletariado y del proletariado guía conduce a la búsqueda de ersatz). Por otro lado, se desarrolla un integrismo judío por iniciativa de los judíos sefardíes, lo que origina en algunas ciudades o barrios la reinstauración de una comunidad, pero sólo bajo su forma religiosa. Este movimiento tiene muchos parecidos con el nuevo comunitarismo musulmán. Los acontecimientos de Annecy de 1989-90 parecen indicar que el rechazo de las prácticas judías abiertas por parte de la población local tiene su origen más en el rechazo de cualquier practica comunitaria, judía o musulmana, que en el antisemitismo. Pero esto no deja de ser una hipótesis.

17 - Es reveladora y al mismo tiempo ridícula la polémica de Calvet-Fauroux sobre el automóvil francés.